Sobre
la importancia de erradicar el bullying o acoso escolar de nuestras sociedades
La palabra “bullying”
tomada en préstamo del inglés ya no le es ajena a nadie: ni a quienes lo
sufrieron antes, con otros nombres, o inclusive sin ellos, ni a quienes hoy en
día dedican sus esfuerzos a erradicarlo. Se trata de un fenómeno
vergonzosamente común en nuestras sociedades modernas, a pesar de que sus
efectos en la psique individual y colectiva sean terribles, como ocurre con
casi toda forma de violencia.
El bullying o acoso
escolar, si hace falta definirlo, es una conducta sostenida e implacable de
agresión hacia un individuo o un pequeño conjunto de ellos, que ocurre en el
ámbito de la escuela. Sus manifestaciones pueden ser muy diversas: palizas,
insultos y humillaciones constantes, el fomento del desprecio grupal, el robo o
la destrucción de útiles escolares, la “ley del hielo” (exclusión social
selectiva), e incluso el abuso sexual.
Sean cuales sean los
límites personales que cruzan estas conductas tóxicas escolares, tienen siempre
en común la crueldad y el sometimiento implacable de los débiles y la
erradicación de las nociones de solidaridad, de tolerancia y de respeto que, en
teoría, la escuela se esfuerza por promover.
Las víctimas de esta
conducta matonil (que en ocasiones puede bordear la delincuencia y lo
psicopático) experimentan en distinto grado una situación de vulnerabilidad,
indefensión y chantaje emocional durante una etapa clave de la formación de la
psique y la personalidad: la mayoría de los casos de abuso escolar se dan
alrededor de la adolescencia, una etapa en que la socialización es continua y
necesaria. Sus consecuencias, por lo tanto, no deben ser subestimadas.
Las cuotas de rabia y
frustración que estas situaciones instalan en sus víctimas buscan eventualmente
algún tipo de salida, y sirven normalmente de combustible a nuevos ciclos de
agresión: contra terceros (pasando de víctima a victimario) o contra uno mismo.
La destrucción de la
autoestima, el fomento de conductas suicidas o incluso el estrés postraumático
son consecuencias comunes de la exposición reiterada al acoso escolar y, en los
mejores casos, requieren de trabajo psicoterapéutico durante la adolescencia o
la adultez.
Pero no son solamente las
víctimas directas las afectadas por el acoso escolar. La impunidad con que
estas conductas se llevan a cabo refuerzan en el grupo la idea de que la
violencia es un mecanismo válido para lidiar con los demás, así como la
inoperancia e inutilidad de la ley, de las instituciones y de la solidaridad.
Envenenan, en fin, contra los fundamentos mismos de la democracia y la paz
social.
El bullying es un
fenómeno tóxico, nocivo, pero también un síntoma de males previos,
especialmente en el hogar y en la vida íntima de quienes lo perpetran, o sea,
de los bullys o abusivos. Estos últimos no necesariamente presentan algún tipo
de patología mental, pero comúnmente son víctimas de abuso en el hogar, de
familias carentes de afecto y, en muchos casos, padecen de falta de empatía y
distorsión cognitiva.
Es frecuente hallar entre
ellos a víctimas de abuso sexual, hijos de hogares violentos o, simplemente, a
jóvenes ávidos de llamar la atención de los padres, cosa que hacen a través de
las autoridades escolares, mediante conductas hostiles y en el colegio.
Esto significa que no es
fácil atajar de raíz las causas del bullying, ya que el propio abusivo requiere
de atención psicológica y orientación social. Pero si algo está claro, es que
una institucionalidad escolar presente (o sea, autoridades involucradas en el
proceso educativo, y no simples “cuidadores” del edificio) y unas correctas
dinámicas de comunicación entre el alumnado y los adultos, son clave para
detectar estas conductas y enfrentarlas prontamente, sin darles chance de
convertirse en problemas más graves. Bajo ningún caso se las debe normalizar o
asumir a la ligera.
Otros mecanismos útiles
son la visibilización del bullying y su abordaje en las propias dinámicas de
clase: suele existir una presión grupal en contra del abuso, y no a favor de
él. Se trata, en conclusión, de un fenómeno que requiere el compromiso del grupo
y que no debe desestimarse con facilidad ni atribuirse, en un perverso
mecanismo de culpabilización, de la víctima, a la falta de respuestas agresivas
de la víctima.
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